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Era una fría mañana de invierno en la ciudad de buenos aires. La helada podría verse brillar en el alféizar de la ventana. Era tan temprano que ni siquiera la luz del sol iluminaba aún la fría habitación donde estaba el Señor Massara, desparramado en el suelo, y ya desangrado. La sangre había tomado un color oscuro, ya coagulada. A las siete en punto de esa mañana trágica de lunes, sonó el timbre. El Señor Massara, con sus cuarenta y un años de edad, no convivía con nadie en su amplio hogar. Era un hombre que disfrutaba de su soledad tanto como de sus incontadas "compañías de fin-de-semana", suculentas y llamativas señoritas que no pisaban los treinta años de edad. Naturalmente nadie respondió al incesante llamado de la mucama, Marianela, que con sus labios ya morados maldecía a Massara, en el umbral de la enorme puerta de bronce del edificio. Luego de nueve o diez eternos minutos de insistencia bajo el umbral tocando el timbre, sonó el teléfono, y al cabo de 4 tonos, un pitido indicó que el contestador automático se había puesto en funcionamiento, y la voz de la mucama retumbando entre el silencio y la soledad de las altas paredes del living de su piso: -"Francisco, de nuevo te has quedado dormido, es la tercera vez que me haces venir hasta aquí, y te has quedado dormido. No te olvides que tengo hora y veinte minutos de viaje desde mi casa, para que luego no me atiendas. Procura que no se vuelva a repetir, por favor. Y llámame cuando oigas el mensaje"-.
El señor Massara era propietario de varias empresas importantes en el rubro de la construcción. Hacía poco que se había mudado allí, un edificio en la zona de La recoleta que especialmente habían re-diseñado a su gusto. Amplias y altas habitaciones con pisos de madera, con decoraciones antiguas por doquier, rústicos muebles de algarrobo con detalles tallados. Incluso tenía un cuarto de huéspedes, donde la mucama de lunes a viernes se hospedaba, para no volver todos los días a su casa. Era una muchacha simpática, había entrado a trabajar para él por recomendación de un colega. Era tan amplio su piso, tan imponente, que hasta el cuarto de la mucama era cómodo y espacioso. Ella se sentía a gusto trabajando para él. Aunque su carácter no era de lo mejor, y sus actitudes algo discutibles, la remuneración era buena, y el trabajo era bastante confortable. Gracias a éste, ella había empezado a aportar, ya que él la mantenía en blanco. También había podido darse ciertos gustos que previo a trabajar para Massara, habían sido impensados, ella y su familia.
Esa mañana de Lunes, la casa estaba estrepitosamente desordenada, y muy sucia. Aquél domingo se había celebrado una reunión en su casa por la noche, junto con amigos, y amigos de amigos, y bastantes suculentas señoritas. Habían ido a su piso cerca de cuarenta o cincuenta personas. Luego de que se terminaron de ir todos, los pisos habían quedado pegajosos, las paredes manchadas, los manteles de las mesas con vino, café, y demás cosas viscosas. Marianela habría tenido mucho trabajo al otro día de no haber pasado lo que pasó. Nadie supo bien qué pasó exactamente, pero tuvo el peor final, y menos esperado.
Ya eran las doce del medio día, y como era de esperarse, nada sucedía dentro de su casa. Los vidrios en el suelo seguían ahí, las paredes y mesas sucias, tal y como habían dejado todo aquella madrugada, hasta que el timbre rompió con el profundo silencio. El camarero del restaurante de la calle contigua le acercaba el almuerzo como solía hacer todos los mediodías, excepto porque éste, le fue imposible recibir su comida, y al cabo de unos minutos, ya no sonaba más el timbre. Ahora era el turno de su teléfono celular romper con el silencio y la tranquilidad. Era su socio, Ramirez, una persona más que de confianza. Massara lo sentía ya como un hermano, a pesar de ser hijo único. Ramirez, quien había quedado en almorzar junto a su socio en su departamento, previo a ir a su trabajo, le extrañó que no atendiera al celular. Extrañandose de lo que ocurría, pensó que no debía de preocuparse demasiado, probablemente Francisco había olvidado su encuentro y se había marchado, o tal vez ni siquiera se había despertado. En el momento que estaba dando la vuelta para regresar a su coche, se topa con Marianela, la mucama del señor Massara, quien le cuenta lo vivido aquella mañana. Ambos, preocupados, decidieron que Marianela seguiría insistiendo con el timbre y el teléfono, mientras que Ramirez acudiría hacia la comisaría para reportar lo que sucedía.
Intentaron de todo, llamaron a su teléfono celular, a su portero eléctrico, al teléfono fijo de su departamento, pero nada. Nadie ni nada contestaba ni daba señales de vida, era evidente que algo no andaba bien. La policía, ya para las dos y media de la tarde, decidió entrar, así que con un cerrajero, y con la aprobación del portero, subieron hasta su tercer piso, y abrieron la puerta, todos los ojos posados detras de lo que se encontrarían en esa puerta. Al entrar, llamaron a su nombre, pero nadie contestaba, así que ansiosos procedieron a revisar los cuartos. Fue Marianela que se encontró con el susodicho cuerpo, seguido de un alarido que se escuchó con seguridad en toda la cuadra, y bien podría haber roto algún vidrios. Todos supusieron lo que lamentablemente tendrían ante sus ojos, en el medio de la habitación, desangrado, y con una inscripción en el suelo.

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