El sujeto tomó con sus manos su bondad, sus alegrías. Y frente a ella las deshizo, todo lo bueno que tenía. Tiró todo al piso, la pisó, las aplastó con su zapato hasta hacerlas polvo. Cada pedazo, sin importarle en absoluto. Ella veía, y no entendía lo que pasaba. Él, sin piedad, rompiendo la mitad de la muchacha en el suelo, su mitad, era de ella. Ella mientras tanto, sólo podía observar ese acto de crueldad que, aunque intentase, no lograba entender lo que en realidad pasaba. Sus ojos brillaban con la luz de la mañana que entraba desde la ventana de aquella húmeda habitación, cada vez con más intensidad hasta estallar.
Fue cuando rompió en llanto, cuando se dio cuenta el mal que él le estaba haciendo a ella. Ella penosamente lo abrazó, con lo que le quedaba de fuerza, de vida, casi dando lástima. A él no le importó, ni siquiera la abrazó, ni le dijo nada, solamente esperó a que termine de humedecerle su hombro, que termine con el absurdo acto de pena, luego la soltó, empujándola cual perro molesto, ella llorando ella se tiró al piso, agarrándole ya sin fuerzas los pies, rogándole por lo que más quiera que no se marchara, que no la dejara, pero dio media vuelta, abrió la puerta y se marchó. Ella quedó tendida en el suelo, llorando a gritos su nombre, entrando en crisis, manchando la madera de humedad, en el piso se mezcló de un tono negro del maquillaje que llevaba. Gritó su nombre hasta que su voz no pudo más, suplicando, pero él no volvió. Así se quedó durante horas, tendida en el suelo junto a sus pedazos de vida. Lo era todo.
Fue cuando rompió en llanto, cuando se dio cuenta el mal que él le estaba haciendo a ella. Ella penosamente lo abrazó, con lo que le quedaba de fuerza, de vida, casi dando lástima. A él no le importó, ni siquiera la abrazó, ni le dijo nada, solamente esperó a que termine de humedecerle su hombro, que termine con el absurdo acto de pena, luego la soltó, empujándola cual perro molesto, ella llorando ella se tiró al piso, agarrándole ya sin fuerzas los pies, rogándole por lo que más quiera que no se marchara, que no la dejara, pero dio media vuelta, abrió la puerta y se marchó. Ella quedó tendida en el suelo, llorando a gritos su nombre, entrando en crisis, manchando la madera de humedad, en el piso se mezcló de un tono negro del maquillaje que llevaba. Gritó su nombre hasta que su voz no pudo más, suplicando, pero él no volvió. Así se quedó durante horas, tendida en el suelo junto a sus pedazos de vida. Lo era todo.
Se quedó en pena dentro de la habitación, pensando, pensándolo. Pensándose junto a él, los momentos, los pedazos de vida, que habían pasado juntos. Tratando acaso de entender. Tratando de entender cómo de un día para el otro, toda su vida cambió para siempre. De aquí en más ya nada sería la misma muchacha casi resplandeciente, llena de luz. Pero tenía que seguir, levantarse y dar pelea, ya sin él, sin su compañía, con algo de odio y rencor en su piel. Después de todo, no podía seguir noqueada en el suelo por ese amor para siempre. Debía levantarse, como sea. Ella tenía muchas preguntas, y pocas respuestas, le llenaron la mente de dudas, todo se desvirtuó, se replanteó qué valía la pena, qué debía hacer, en completa soledad. Se sentó y se quedó junto a su cama, pasó allí toda la noche, pensando. Buscando respuestas.
El tipo de gente que mérito hace por estar bien, por sentirse bien, por ser mejor y superarse día a día, es el tipo de gente que en general, más termina golpeándose, más la sufre, decía ella, partida en lágrimas. Pero ya no tenía ganas de llorar, ya no más. Y será que aquella muchacha de ojos negros tenía razón, aludiendo a su empírica certeza, convencimiento, resignación.
La gente ve en color todo aquello que desea, todo lo que tiene sentido tener, y que todavía no tiene. En cambio, cosas tan elementales, tan sanas, buenas, hasta necesarias para el día a día, no tienen color ni sentido alguno, se transparentan ante sus ojos negros, caprichosos, tercos que no se dejan querer, por quien en realidad quiere poder quererla, poder cuidarla y complacerla en todas sus necesidades, necios que se dejan llevar, es parte del inconformismo natural inherente.
La gente ve en color todo aquello que desea, todo lo que tiene sentido tener, y que todavía no tiene. En cambio, cosas tan elementales, tan sanas, buenas, hasta necesarias para el día a día, no tienen color ni sentido alguno, se transparentan ante sus ojos negros, caprichosos, tercos que no se dejan querer, por quien en realidad quiere poder quererla, poder cuidarla y complacerla en todas sus necesidades, necios que se dejan llevar, es parte del inconformismo natural inherente.