Esa noche. Esa noche tenía que ser, esa noche tenía que pasar. Lentamente, ella entró de nuevo en la habitación, con su mirada cómplice, una risa por lo bajo, y se sentó a su lado. Él estaba atado, acostado sobre la mesa, esperando su triste final. Sabiendo lo que le iba a pasar. Ella le explicó que él estaba ahí porque él lo había querido. Él había decidido estar ahí. Y ella, bueno, simplemente tenía que hacerlo, le explicó que no le quedaba opción. Él, en cambio, mirando fijo al techo, preguntándole por qué hacía esto, ya con resignación, haciendo oído sordo a lo que ella decía. No pudo entender sus palabras, y solo pudo escuchar desesperadas palabras de esperanza. Palabras que le decían que de eso, podía escaparse, salir de esa habitación de condenados, donde todo era gris, y ni la luz del sol ni la luz de la luna iluminaban. Él incluso entendía que que ella no quería hacerlo. Eran palabras que él quería escuchar. Lógicamente, amordazado, no podría haber respondido nunca a lo que le estaba diciendo. Pero él lo quiso así. Y así fue, no supo oponerse a ella. Ella se levantó, sus ojos llenos de lágrimas brillaron entre la tristeza, y con su mano izquierda tomo el puñal. Se acercó a la mesa, y sin mediar, lo clavó en su pecho. Terminó así con toda esperanza, toda fe. Todo su orgullo y dignidad. La sangre fluyó a través del tiempo, a través de ese cobarde momento. Ella miró al recuerdo, y pudo ver como se desvanecía, como desaparecía de esa realidad. Ese recuerdo de aquellos momentos tan preciados entre ella y, él, claro. En esa habitación llena de humedad, de paredes oscuras, de sin vida, en medio de aquella noche que parecía ser eterna, cual luna iluminaba a través de los barrotes de un pobre ventiluz a escasos centímetros del altísimo techo. Ella dejó desangrar al recuerdo, hasta que de su pecho no brotó sangre nunca más. Fue entonces que quitó el puñal del pecho, y cortó los párpados, para no tener paz nunca más. Cortó la lengua, para que no pudiera gritar. También los pelos, para que ante tal desesperación, ya no se los pudiera arrancar nunca más en la eternidad. Ella guardó el puñal en su cintura. Y salió de la habitación que poco a poco se desvanecía en torno al recuerdo, a medida que se alejaba. Ella sabía que no iba a poder volver a encontrar esa puerta, nunca más iba a poder verlo desangrado. Ella estaba triste, no había sido como ella quería, él la había obligado, ella no tenía salida, y ya no había vuelta atrás.